En estos días los cristianos celebramos la Navidad de Jesús de Nazaret, que supone un grito mucho más atrevido y grandioso que el de Tagore: ¡¡Dios se hace niño en la cueva de Belén!! Lo que además supone una grandísima valoración de toda vida humana, una valoración radical de las vidas que el capitalismo y la sociedad de consumo desprecian o condenan de varias maneras.
La carta de Pablo a los Filipenses nos da el significado profundo de que Dios nazca niño en la cueva de Belén entre los animales, junto con que su madre, por no tener cuna, lo acueste en un pesebre (Lc. 2,7). Naciendo así Dios se hace humano y próximo a todos, en especial a los más empobrecidos, por eso Pablo nos llama a tener la misma actitud de Cristo “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte...” (Flp 2, 5-11).
Los cristianos creemos en un Dios que camina con nosotros en la historia como bien decía el lema de la Jornada Mundial de los Migrantes y Refugiados de 2024, “Dios camina con su pueblo”. Este Dios así presente en la historia humana se acerca a las personas con insistencia, pero nunca avasalla y respeta nuestra libertad como bien se expresa en el libro del Apocalipsis (3, 20): “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”. Es oportuno recordar lo que escribieron Miguel de Cervantes y Bartolomé de Las Casas: “La libertad es el don más precioso que los cielos dieron a los hombres”.
La actitud más frecuente en la historia de la humanidad es alejar a Dios de la vida cotidiana y ponerlo en la cumbre de montes o lugares especiales apartados de la vida diaria de las personas. Pero esto, por lógico y humano que pueda ser, no responde a lo que celebramos en estos días y nos apartan de la radical novedad y Buena Noticia que para la humanidad supone que Dios nazca en la cueva de Belén, porque no había sitio para ellos en la posada. Dios se hace solidario con la humanidad y especialmente con los más excluidos cómo se relata en numerosos textos evangélicos.
Se tiende a hacer lo mismo con su madre, María, mujer sencilla de la pequeña aldea de Nazaret, a quien alejamos de la vida cotidiana adornándola con ropas fastuosas y coronas más grandes que las de las reinas y de las emperatrices de este mundo. Se puede entender esta actitud porque María aporta muchísima más alegría, esperanza y fortaleza a la humanidad que esas personas de la historia. Pero María en el evangelio aparece sirviendo tanto en las bodas de Caná como después de la Anunciación cuando va a ayudar su prima Isabel que le dice: “¿quién son yo para que me visite la madre de mi Señor?”. El Señor Jesús vino a servir y no a ser servido.
Afirmar que el niño nacido en la cueva de Belén también es Dios y que su madre es igualmente Madre de Dios no debe llevar a representarlos a semejanza de los poderosos de este mundo. Al revestirlos como los poderosos, ocultamos la radical solidaridad de Dios con las personas, especialmente con los que más padecen, e incluso nos sería difícil entender el Magníficat cuando dice, “...mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava... Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada” (Lc. 1, 46-55). Jesús no nació en un palacio ni María era una princesa o potentada.
Celebrar a Dios tan mezclado con la vida humana cotidiana para sostener, alentar y salvar a cada persona, nos hace caminantes esperanzados por la vida y comprometidos en la fraternidad con los que caminan con nosotros, caminaron antes o caminarán después hacia la patria definitiva. Dios está tan presente en la vida cotidiana que Santa Teresa de Jesús, la santa que seguramente más influyó en la vida espiritual española en los últimos 400 años, escribe que “Dios anda entre los pucheros”. Eso es tan cierto cómo que estaba en la cueva de Belén y más tarde caminaba hacia el exilio en Egipto con María y José (Mt. 2, 13-18)
Ahora más que nunca: solidaridad
La carta de Pablo a los Filipenses nos da el significado profundo de que Dios nazca niño en la cueva de Belén entre los animales, junto con que su madre, por no tener cuna, lo acueste en un pesebre (Lc. 2,7). Naciendo así Dios se hace humano y próximo a todos, en especial a los más empobrecidos, por eso Pablo nos llama a tener la misma actitud de Cristo “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte...” (Flp 2, 5-11).
Los cristianos creemos en un Dios que camina con nosotros en la historia como bien decía el lema de la Jornada Mundial de los Migrantes y Refugiados de 2024, “Dios camina con su pueblo”. Este Dios así presente en la historia humana se acerca a las personas con insistencia, pero nunca avasalla y respeta nuestra libertad como bien se expresa en el libro del Apocalipsis (3, 20): “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”. Es oportuno recordar lo que escribieron Miguel de Cervantes y Bartolomé de Las Casas: “La libertad es el don más precioso que los cielos dieron a los hombres”.
La actitud más frecuente en la historia de la humanidad es alejar a Dios de la vida cotidiana y ponerlo en la cumbre de montes o lugares especiales apartados de la vida diaria de las personas. Pero esto, por lógico y humano que pueda ser, no responde a lo que celebramos en estos días y nos apartan de la radical novedad y Buena Noticia que para la humanidad supone que Dios nazca en la cueva de Belén, porque no había sitio para ellos en la posada. Dios se hace solidario con la humanidad y especialmente con los más excluidos cómo se relata en numerosos textos evangélicos.
Se tiende a hacer lo mismo con su madre, María, mujer sencilla de la pequeña aldea de Nazaret, a quien alejamos de la vida cotidiana adornándola con ropas fastuosas y coronas más grandes que las de las reinas y de las emperatrices de este mundo. Se puede entender esta actitud porque María aporta muchísima más alegría, esperanza y fortaleza a la humanidad que esas personas de la historia. Pero María en el evangelio aparece sirviendo tanto en las bodas de Caná como después de la Anunciación cuando va a ayudar su prima Isabel que le dice: “¿quién son yo para que me visite la madre de mi Señor?”. El Señor Jesús vino a servir y no a ser servido.
Afirmar que el niño nacido en la cueva de Belén también es Dios y que su madre es igualmente Madre de Dios no debe llevar a representarlos a semejanza de los poderosos de este mundo. Al revestirlos como los poderosos, ocultamos la radical solidaridad de Dios con las personas, especialmente con los que más padecen, e incluso nos sería difícil entender el Magníficat cuando dice, “...mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava... Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada” (Lc. 1, 46-55). Jesús no nació en un palacio ni María era una princesa o potentada.
Celebrar a Dios tan mezclado con la vida humana cotidiana para sostener, alentar y salvar a cada persona, nos hace caminantes esperanzados por la vida y comprometidos en la fraternidad con los que caminan con nosotros, caminaron antes o caminarán después hacia la patria definitiva. Dios está tan presente en la vida cotidiana que Santa Teresa de Jesús, la santa que seguramente más influyó en la vida espiritual española en los últimos 400 años, escribe que “Dios anda entre los pucheros”. Eso es tan cierto cómo que estaba en la cueva de Belén y más tarde caminaba hacia el exilio en Egipto con María y José (Mt. 2, 13-18)
Ahora más que nunca: solidaridad
Antón Negro
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