viernes, 26 de marzo de 2021

Hoy empieza todo

«Hoy empieza todo» es, como se sabe, una de las películas (1999) más conocidas y celebradas de Bertrand Tavernier (1941-2021), el lúcido director francés recientemente fallecido. De esas que impactan. Vaya este artículo en homenaje a este film valiente y a su creador. No puedo dejar de relacionarlo con otro muy anterior que me impresionó vivamente de joven, representativo de una época y un movimiento cultural, la nouvelle vague, nacida en Francia a finales de los 50: «Los cuatrocientos golpes» (François Truffaut, 1959). Lo digo porque, como éste, aquélla tiene las características de las películas de dicho estilo cinematográfico, aunque cuatro decenios después. Ya que representa la vida con sus realidades más verdaderas, a menudo muy crudas, como una de las formas más inteligentes de la libertad de expresión, que, sobre todo, pretende hacer pensar al espectador. El cine no es sólo fantasía, aventuras, dramas y evasión, sino reflejo, reflexión e interpretación de la vida, ya sea la del pasado, la del presente o la del futuro. 

En una entrevista publicada en El País Semanal del 11/12/2005, refiriéndose a la educación en Francia cuenta un indignado Tavernier que “mi mujer se presentó a un examen para ser maestra que era alucinante, porque le exigían un nivel teórico elevadísimo. Nada sobre la forma de enseñar a chavales de culturas diferentes que apenas conocen el francés, a gente que no dispone ni de una mesa libre en casa en la que hacer los deberes. Ésas son las cosas importantes. Eso es lo que hay que ir a ver y analizar. Conozco a profesores fantásticos que me dicen que lo primero que hacen para impartir clases en estos suburbios es tirar a la basura todo lo que han estudiado durante cuatro años”.

A muchos maestros también nos ha pasado lo mismo. En el preciso instante en que nos enfrentábamos a la realidad de la escuela, ese día empezaba todo, problemas y más problemas que se repetían día tras día, y tuvimos que encararlos sin estar seguros de nada, desprendiéndonos de tanta pedagogía inútil, a golpe de ensayo y error, con escasos recursos, imaginación y buena voluntad. “¿Y ahora qué?”, nos preguntábamos desconcertados, inermes, en medio de una clase, frente a las miradas expectantes, interrogadoras o desafiantes de los chavales, cada uno con su mochila particular de insospechadas realidades familiares y sociales. Pero nos mantenía un fin superior, el de ayudar y acompañar a esos muchachos concretos en su formación. O sea, el de intentar hacer lo mejor posible nuestro trabajo docente y ejercer sobre ellos una buena influencia. 
Hablando de los fines y los medios, los alumnos de la Escuela de Barbiana nos lo describieron bellamente, también desde la indignación, hace más de cincuenta años en su famosa Carta a una maestra (PPC, Madrid, 2017): «Se busca un fin. Tiene que ser honesto. Grande. Que no suponga en el chico otra cosa que el ser un hombre. Es decir, que sirva a los creyentes y a los ateos.(…)Sin embargo, pretendemos educar a los chicos con mayor ambición. ¡Llegar a ser soberanos! Y no médico o ingeniero!». Y más adelante, cuando aciertan con una comparación gloriosa, por gráfica y atinada, que se ha hecho famosa: « Pero si los perdemos (a los chicos que expulsa) la escuela ya no es escuela. Es un hospital que cura a los sanos y rechaza a los enfermos. Se convierte en un instrumento de diferenciación cada vez más irremediable». Para terminan con la conclusión inevitable y cierta: «La escuela no tiene más que un problema. Los chicos que pierde». 

Pero hay maestros que salvan. Al que más y al que menos le llamaron de colegial zoquete, torpe o inútil para los estudios (cancre se dice en Francia). A mí, más de una vez, como a Daniel Pennac, el cancre profesor y escritor que nos cuesta su historia denunciando los males de la escuela en el exitoso libro Mal de escuela (Mondadori, 2008), refiriéndose a la importancia y la responsabilidad de ser un buen (o mal) maestro. Y también como él tuve algunos maestros que me salvaron, que creyeron en mí, que es de lo que se trata. Pennac lo cuenta mejor: «Los profesores que me salvaron —y que hicieron de mí un profesor— no estaban formados para hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más... Y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente, nos repescaron. Les debemos la vida». 

Siempre empieza todo. «Hagas lo que hagas, ámalo», le dice Alfredo, el operador de cámara del cine “Paradiso”, a Totó, ya adolescente, en su emotiva despedida, en la inolvidable película de Giuseppe Tornatore “Cinema Paradiso” (1988). De eso se trata, para afrontar la realidad educativa con pasión y convicción. Este precioso párrafo de Josefina Aldecoa lo describe perfectamente, de quien ama apasionadamente la enseñanza: “Cada día surgía un nuevo obstáculo y, a la vez, el reto de resolverlo. Los niños avanzaban, vibraban, aprendían. Y yo me sentía enardecida con los resultados de ese aprendizaje que era al mismo tiempo el mío... Yo me decía: “No puede existir dedicación más hermosa que ésta”. Compartir con los niños lo que yo ya sabía, despertar en ellos el deseo de averiguar por su cuenta la causa de los fenómenos, las razones de los hechos históricos. Ése era el milagro de una profesión que estaba empezando a vivir y que me mantenía contenta a pesar de la nieve y de la cocina oscura, a pesar de lo poco que aparentemente me daban y lo mucho que yo tenía que dar. O quizá por eso mismo. Una exaltación juvenil me trastornaba y un aura de heroína me rodeaba ante mis ojos. Tenía que pasar mucho tiempo hasta que yo me diera cuenta de que lo que me daban los niños valía mucho más que todo lo que ellos recibían de mí” (Aldecoa, Josefina R., Historia de una maestra, Anagrama, Madrid, 1990).

Pero el sistema educativo es como un monstruo dormido que es necesario despertar. En esto de la educación, todos somos entendidos, como en el fútbol, que cada aficionado sabe tanto o más que el entrenador. El filósofo y profesor José Antonio Marina lo explica muy bien, cuando se refiere al inmovilismo de la educación oficial que imposibilita su necesaria y profunda renovación, y la urgencia de consensuar entre las diferentes fuerzas políticas, con generosidad y amplitud de miras, un buen pacto educativo, estable, en vez de utilizarla como pierda arrojadiza y de estar cambiando las leyes educativas cada vez que entra un nuevo gobierno: “Todo el mundo que habla de educación finge certezas que no tiene. No hay recetas mágicas, ni pedagogías milagrosas. Por eso, lo más sabio que se ha dicho sobre educación está recogido en el proverbio de una tribu africana: “Para educar a un niño hace falta la tribu entera”. Necesitamos ponernos de acuerdo en los fines de la educación, y, a continuación, discutir y poner a prueba los procedimientos para conseguirlos. Nuestro sistema educativo es en la actualidad un diplodocus dormido, es decir, un organismo poderosísimo en un irritante estado de pasividad. No necesitamos leyes, no necesitamos más teorías pedagógicas, lo que necesitamos es recuperar la vitalidad y el ánimo”. (Marina, J. A., Despertad al diplodocus, Ariel, Barcelona, 2015).

Y mucha culpa de ello tiene la pedagogía actual, que se ha reducido a mera didáctica y a un conjunto de ideas y conceptos que forman un corpus teórico, grandilocuente y estéril, formado por una jerga terminológica ridícula, alejada de la realidad cotidiana y del sentido que significa la urgencia del “hoy comienza todo” que estamos comentando, olvidando los valores democráticos de convivencia, justicia, igualdad y libertad que la sustentan y su propia esencia, la del amor y la solidaridad, como señala sabiamente Emilio Lledó «La pedagogía actual, imitando ciertas corrientes americanas, está cargada de conceptos vacíos. Por el contrario, es algo de puro sentido común: la pedagogía del amor; que el profesor, el maestro, sea capaz de contagiar el amor por el saber que enseña. Es algo muy sencillo, pero hay todo un tinglado del que viven los llamados pedagogos». (Lledó, E., Fidelidad a Grecia, Taurus, 2020). 

Todo un enfoque diametralmente distinto que conecta perfectamente con el axioma pedagógico de Lorenzo Milani: «no se puede educar sin amar», el concepto educativo de Paulo Freire: «nadie educa a nadie, sino en comunión, mediatizados por el mundo» o con las propuestas pedagógicas de José Luis Corzo cuando nos habla de los desafíos, las relaciones y los símbolos: «La tarea de la educación está servida -como en los desafíos- si comprendemos la importancia de la relación como zona sensible de nuestra maduración personal -la educación-, que se puede estimular en la escuela como en otras estancias de cada vida humana». ( Corzo, J.L., Con la escuela hemos topado, PPC, 2020, p.60).

Ahora más que nunca: Más y mejor escuela para todos

Alfonso Díez Prieto

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