viernes, 23 de junio de 2023

La autonomía del paciente en la práctica clínica. Seis cuestiones de fondo

En mayo de 2003 entró en vigor la Ley de Autonomía del Paciente[1] y veinte años después celebramos un Seminario de Innovación en Atención Primaria (SIAP) sobre  “Pasos firmes en la autonomía del paciente. En la consulta y siempre con zapatos de paciente”[2]. El trabajo se desarrolló primero por correo electrónico, desde el 3 de mayo sobre los resúmenes de las ponencias, y finalmente en un encuentro presencial los días 2 y 3 de junio de 2023. Hubo 159 inscripciones (mayoritariamente de médicas/residentes de medicina de familia), 23 ponencias y en total 541 intervenciones. ¿Qué podríamos destacar de un SIAP que tuvo por objetivo debatir “sobre la autonomía como uno de los pilares de la ética, y sus aspectos prácticos en el día a día”?

Algunas cuestiones de fondo:

 

1.- Los derechos de los pacientes son obligaciones para los profesionales. Los pacientes son sujetos de derecho que están sometidos al orden jurídico, con sus obligaciones y derechos. Más que “conceder”, el respeto y la promoción de la autonomía del paciente “cumple” con las obligaciones que se derivan de dicha autonomía en el día a día de la atención clínica. Ello implica múltiples valores clínicos, desde reconocer la dignidad que tiene toda persona por serlo a legitimar la discrepancia sin menoscabo de la confianza, desde el derecho a saber (contra el “pacto de silencio”) al derecho a no querer saber. Se refleja en una atención en que brilla benevolencia, comprensión, delicadeza, dulzura, humanidad, sensibilidad, ternura y tolerancia. En los despachos de los centros de salud y urgencias, en las habitaciones de los hospitales y en los domicilios de los pacientes habría que entrar “pidiendo permiso”, “descalzos” en el sentido de que se entra en un espacio sagrado en el que se expone el cuerpo y el alma de quien sufre, que espera un trato exquisito, compasivo y piadoso de quien le atiende. Dicho respeto puede expresarse con ritos y símbolos, como la cortesía en la recepción de pie en la puerta de la consulta, el pedir permiso en caso de presencia de residente-estudiante, el mirar a los ojos, un ambiente de respeto o unas flores naturales en un jarrón sobre la mesa. Se trata de recorrer acompañando en la toma de decisiones, adaptando las propuestas a cada caso y situación, con respeto también a los cambios e indecisiones pues no es fácil convivir con la enfermedad y el sufrimiento.

 

2.- Sin autonomía del profesional no es posible la autonomía del paciente. Por ejemplo, es común la formación profesional sesgada sobre vacunas de forma que resulta difícil el debate sereno acerca del uso apropiado de estos medicamentos y muy fácil el descalificar y rechazar a los pacientes que tienen dudas al respecto. Lo mismo sucede, en otro ejemplo, con el conocimiento necesario para transmitir información en la toma de decisiones teniendo en cuenta el riesgo absoluto y relativo y la reducción del riesgo;si hay profesionales sanitarios que son casi analfabetos estadísticos sus pacientes quedarán huérfanos en su autonomía ante pruebas preventivas, diagnósticas y terapéuticas de incierto balance daños/beneficios[3]. Con sólida formación y buenas relaciones con otros profesionales, es más fácil tener coraje para discrepar en caso necesario de los superiores y sus expertos, y de sus normas, guías y protocolos, lo que es la garantía de información adecuada al paciente, ya que solo así podrá ejercer el consentimiento de forma libre, sobre todo en las decisiones de casos de especial complejidad e incertidumbre. Es clave ese coraje, también, para saber decir “no sé”, “no tengo idea”, “la ciencia no tiene respuesta”, lo que llamamos “ética de la ignorancia”[4]. La negación de la ignorancia y la intolerancia a la incertidumbre, por parte del profesional, impiden que el paciente pueda tomar decisiones informadas y prudentes, con la consiguiente pérdida de autonomía y el posible daño (iatrogenia)[5] generado por una Medicina Defensiva que es más bien “ofensiva”, ya que ofende al ejercer un poder científico y social en provecho propio. En el mismo sentido de humildad conviene reconocer que los profesionales “se gastan” en el ejercicio clínico y que se requieren tiempos y actividades de “recarga”, más imprescindibles, si cabe, en trabajos como guardias de 24 horas o cuando se han atendido consultas de alta carga emocional (por ejemplo, paciente que llora, o petición/valoración de eutanasia), o si hay sobrecarga en la actividad diaria. Por ese “gastarse” es imprescindible el autoconocimiento del propio profesional, de las propias emociones y del propio cuerpo (“médico, cúrate a ti mismo”).

 

3.- La autonomía del paciente concreto requiere una aproximación que tenga en cuenta las violencias estructurales sociales. Aunque no lo parezca, todo encuentro paciente-profesional es un encuentro público, en el sentido de representación que se ajusta a parámetros mediados por la cultura, los hábitos, el momento, la organización sanitaria, la situación, los sesgos ideológicos y la sociedad. Además, cada encuentro es parte de una cadena histórica de cuidados sanitarios, con sus costumbres, improntas y normas, que vienen del pasado y se proyectan en el futuro. En mucho es la rutina que, por ejemplo, lleva a aceptar como “normal” que la cita con el especialista focal en el hospital conlleve largos traslados y tiempos de espera que tienden a infinito si se comparan con la duración del propio encuentro. También parece normal en España un papel excesivo de la familia, que a veces pretende imponer su voluntad, por ejemplo con el citado “pacto de silencio” o determinando el momento de la sedación terminal. Entre las violencias estructurales, las consecuentes al mercado, a la economía capitalista que genera e incrementa la desigualdad social y al tiempo convierte en “consumidores de salud” a los sanos. También las provocadas por las situaciones de pérdida de libertad, por ejemplo condena en la cárcel donde la pena se confunde muchas veces con la pérdida de todo derecho, entre ellos el de la autonomía como paciente y el de la intimidad como persona; o el ingreso en una residencia (de ancianos o para discapacitados) que también disminuye la libertad pero no debería limitar la autonomía por más que la pasada pandemia covid19 haya demostrado que en muchos casos se abusó en todos los sentidos. Falta un impulso legislativo y social que ponga en valor los cuidados “informales”, ejercidos fundamentalmente por mujeres, que permitan la vida autónoma en el propio domicilio y en otros entornos no institucionalizados. Las barreras estructurales entre el sistema sanitario, sociosanitario, judicial y policial agrandan la desigualdad, la inequidad y la injusticia social y disminuyen la autonomía personal y familiar. No basa con tener un sistema hiper-garantista pues para ponerlo en práctica se precisa un decidido apoyo constante polìtico y social que haga realidad una sociedad democrática. Por último, la violencia de un sistema sanitario que está muchas veces organizado pensando más en los profesionales que en los pacientes (en el Mayo francés de 1968 el lema de los sociólogos críticos fue “los pacientes son el combustible del sistema sanitario”), y como ejemplo el acceso a la historia clínica electrónica, cada vez por más profesionales y por más cuestiones, o las formas de pago que implican “convencer” al paciente (por ejemplo incentivos por objetivos en vacunaciòn contra la gripe), o los programas que, con sus citas y controles, convierten casi en una profesión el ser paciente crónico.

 

4.- La autonomía del paciente no existe si no hay tiempo para el paciente pues el tiempo es clave para la toma de decisiones informadas[6]. Es tiempo no tanto en cantidad como en calidad ya que es tiempo para la escucha activa, la deliberación y el diálogo. “La escucha es la principal habilidad profesional y es una tarea activa. Hace falta escuchar lo que se dice y lo que no se dice, “escuchar” el lenguaje no verbal y respetar los silencios. Escuchar también atentamente, con toda nuestra presencia, que incluye el contacto visual y la actitud corporal; escuchar con interés genuino y con empatía, sin hacer otras tareas a la vez. La percepción de ser escuchado depende más de la calidad de la escucha que de la duración de la misma, y tiene efecto terapéutico”[7]. La autonomía es imposible sin información comprensible, sin un proceso deliberativo basado en el diálogo y la escucha respetuosa. Es más, conviene recordar que quien tiene un problema tiene, muchas veces, su solución (si se le escucha). Y en todo caso, “si te escucho, te entiendo, y si te entiendo, no te censuro y te respeto” y, aunque muchas veces hablamos “idiomas” distintos, podemos llegar a construir y compartir “paisajes”[8]. Estos paisajes son interpretaciones comunes entre pacientes, familias y comunidades y profesionales para comprenderse mutuamente y generar una imagen compartida que ayude a hacer “vivibles” las adversidades, las enfermedades-accidentes y el enfrentarse a la muerte. Dichos “paisajes” son imaginarios, en la mente de profesionales y pacientes, familiares y comunidades y en mucho se reflejan en el registro en la historia clínica, que debería contar con la aprobación del paciente, al menos en el sentido de conformidad con el relato registrado. En su construcción es clave el conocer a fondo la comunidad, como bien comprenden, por ejemplo, muchos agentes comunitarios. Conocer las condiciones materiales y comunitarias en que se desenvuelven los pacientes ayuda a comprenderlos, a respetar su autonomía y a no responder con medicamentos a problemas sociales, de ahí la importancia de “empotrarse” en las comunidades que se atienden.

 

5.- La autonomía es una autonomía solidaria. Es decir, que, de acuerdo con los desarrollos éticos actuales globales, no se trata de “la soberanía del consumidor” al estilo anglosajón, de un libre albedrío para actuar en la búsqueda del beneficio egoísta, sino de un ejercicio deliberativo que potencie las condiciones de vida personales y sociales mediante la solidaridad y corresponsabilidad con los “otros” hacia la construcción de una sociedad más cohesionada, equitativa y democrática[9]. El paciente es al tiempo el paciente presente y “los otros”. En ese sentido, cabe ejercer una “ética de la negativa” por parte de los profesionales[10], por ejemplo ante un paciente que pide antibióticos para una infección respiratoria alta probablemente vírica, tipo catarro. Trabajar con la ética de la negativa supone decir “no” de forma apropiada y justificada, con suavidad y cortesía, ante las solicitudes excesivas de pacientes y familiares, compañeros y superiores. Conviene saber decir “no”, sin acritud, y con la tolerancia apropiada al acto clínico, a la necesaria amabilidad imprescindible para mantener la buena relación profesional-paciente. Decir no, incluye la capacidad para acompañar sin necesidad de recetar, aconsejar o "hacer" nada, una manera de ser y estar junto a la persona que acude a la consulta.  Es importante distinguir entre “autonomía del paciente” (que se asocia a mejores resultados en salud[11]) y “satisfacción del paciente” (que se asocia a más hospitalizaciones, aumento de la medicación, incremento del gasto y mayor mortalidad[12]). Decir no, incluye la capacidad para acompañar sin necesidad de recetar, aconsejar o "hacer" nada, una manera de ser y estar junto a la persona que acude a la consulta. Es importante distinguir entre “autonomía del paciente” (que se socia a mejores resultados en salud 11 ) y “satisfacción del paciente” (que se asocia a más hospitalizaciones, aumento de la medicación, incremento del gasto y mayor mortalidad 12 ).

6.- Se precisa investigación y docencia continuada sobre la autonomía del paciente, especialmente en situaciones en que sabemos que hay problemas. Por ejemplo, acerca de la legibilidad de “consentimientos informados” en caso de técnicas de riesgo, o de su ausencia en intervenciones consideradas erróneamente “de rutina” como la vacunación. También en el caso de la ancianidad pues se tiende a negar la toma de decisiones autónomas como si los años supusieran una degradación cognitiva per se. Lo mismo en la infancia y adolescencia, que se suelen ver como inmadurez en todos los casos cuando son personas que pueden participar apropiadamente con su propia progresiva autonomía. Se precisa investigación y docencia, también, para delimitar el impacto de la clase social en la autonomía del paciente ya que es de esperar una mayor dificultad para construir los “paisajes” antes aludidos cuando chocan las culturas de profesionales y pacientes (con sus propias actitudes, creencias, historias, lenguajes, prácticas, rituales y valores). Es también necesaria la investigación y docencia sobre la participación de pacientes en investigación, por ejemplo en los ensayos clínicos, ya que conocemos poco acerca del proceso de aceptación y de la mejor forma de superar un consentimiento que muchas veces es más firmado que informado. Por último, investigación y docencia sobre la autonomía al final de la vida, sobre el proceso de atención y sobre la cuestión vivencial, la atención clínica desde las emociones, los mejores cursos de acción ante la sedación terminal y la eutanasia, etc.


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