miércoles, 18 de mayo de 2022

Pandemia y Protocolo (o protoculo)

No es raro, en los últimos meses, oír hablar públicamente sobre las consecuencias que ha provocado la pandemia. Se insiste cada vez más en el daño que ha causando en la salud mental de la población, en lo laboral, en la economía o en el desarrollo de los niños.

Es innegable que, desde que se detectaron los primeros casos de COVID19, ha habido un importante deterioro en todos esos ámbitos, y quizá en algunos más. Es, además, una buena noticia que exista preocupación sobre ello.

Pero, quizá por ser demasiado quisquillosos, hay algo que no deja de chirriarnos. Y es esa suerte de prosopopeya que nos lleva a culpabilizar y responsabilizar a la pandemia de lo que estamos viviendo desde hace más de dos años.

La pandemia o, más concretamente, el SARS-CoV2, ha causado la enfermedad y la muerte de muchas personas. No seremos nosotros quienes discutamos que ello ha conllevado un impacto psicológico y social. Cualquier plaga de la Historia ha originado, además de enfermedad y muerte, sufrimiento, miedo y pobreza para muchos, y esta no iba a ser menos.

Lo que nos preguntamos es lo siguiente: ¿son el virus y su morbimortalidad los únicos causantes de tanto sufrimiento secundario? A nosotros mismos nos respondemos: no. El virus no ha decidido paralizar la vida, ni dejar morir a miles de personas en soledad (y, a veces, con -o de- hambre y sed), ni obligar a usar mascarillas a todos en todo momento y lugar, ni cerrar las escuelas, ni culpabilizar a los enfermos, ni utilizar el terror y la coacción como estrategias informativas o medidas de salud pública, ni...

Tenemos que dejar de culpar al virus, a la pandemia, a Pandemia, de todo lo que ahora sufrimos. Sé que es difícil asumirlo, pero es hora de reconocer que mucho de todo esto no ha sido responsabilidad de Pandemia, sino nuestra. Había otras maneras de hacer las cosas, pero no las contemplamos. Porque no pudimos o no supimos, pero así fue.

No pretendemos culpar a nadie. Hablar de responsabilidad no necesariamente es hablar de culpa, pero responsabilizar a Pandemia de todo no es más que una huida hacia adelante. Una huida que, al dificultar la honestidad en el análisis y la reflexión, nos puede convertir, ahora sí, en culpables.

Tenemos la tentación de pensar que, de haber algún culpable, desde luego no seremos nosotros. Nosotros no tomamos las decisiones. Más aún, algunas las hemos criticado. Pero no caemos en la tentación. Nosotros somos, como la mayoría, culpables de lo que quizá puede ser un pecado que añadir a los de pensamiento, palabra, obra y omisión: pecado por delegación.

No hablamos de la delegación de cierto grado de poder a representantes públicos elegidos. Eso es algo que, queramos o no, es fundamento de nuestro organización social.

Lo que nos asombra es cómo hemos delegado en los expertos y las autoridades nuestra capacidad para decidir sobre la propia vida y -aún más alarmante- cómo parece que incluso delegamos nuestra capacidad de pensamiento.

No crea quien esto lee que nos referimos únicamente a la época pandémica. Desde hace ya muchos años existe un fenómeno creciente que contribuye a esto y que Pandemia sólo ha exacerbado: la protocolización de la vida.

Se implementan por doquier protocolos para todo. Así, lo que diga el protocolo, lo que diga Protocolo, es lo que hay que hacer. No importa la circunstancia de las personas a las que Protocolo afecte, pues Protocolo debe ser obedecido aun en el caso de que sea ridículo o incluso dañino (sirva de muestra el ejemplo del tratamiento con hidroxicloroquina a pacientes con COVID19, tratamiento que indicaba Protocolo y que parece haber redundado en mayor mortalidad).

Merece la pena recalcar una cuestión importante: Protocolo (también víctima de la prosopopeya), habitualmente es anónimo y no argumenta sus instrucciones. Se manifiesta, eso sí, escudado por la autoridad experta y por la apariencia científica. ¿Cómo no entregarnos a él, que nos ayudará a agarrarnos a certezas (aunque sean ficticias) y nos eximirá de cualquier responsabilidad (incluso de la de pensar)?

No deja de ser difícil de entender cómo el juicio humano, algo tan libre y glorioso, se ha ido viendo cada vez más constreñido por la protoclización y la algoritmización del pensamiento. Se habla desde hace años de la posibilidad de que la inteligencia artificial iguale a la humana. Seguimos considerándolo imposible, pero si cada vez parece que nos acercamos más, habrá que determinar si se debe al desarrollo de la inteligencia artificial o a la robotización de la humanidad.

Podrá pensarse que esta obediencia ciega a Protocolo es algo nuevo. No lo es. Ya en tiempos bíblicos las normas de la vida cotidiana a la que, por fe, se sometían los judíos, llevó en algunos casos a situaciones en la que los fieles se encontraban en la difícil tesitura de cumplir un mandamiento que les perjudicaba o desobedecer la ley de Dios para hacer un bien.

El símil, se podrá alegar, no es acertado, pues no podemos comparar ciencia y religión. Es ese un debate interesantísimo que postergamos de momento. Ahora nos basta con recordar, parafraseando, que el protocolo está hecho para servir a las personas, y no las personas para servir al protocolo.

Juan Diego Areta y Eliseo García.
Sobrino y tío.
Médicos.

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