"Para que interese salvar la razón habrá que comprobar no solo que estaba perdida sino que merece la pena salvarla". (Pág. 12).-”Dios salve la razón”. Javier Prades. (introducción).
¿Merece la pena seguir cuerdo cuando la persona es azotada una y otra vez? ¿Es necesaria la tortura de la lucidez cuando se sufre la impotencia de ver como se escapa la vida?
Situación: la persona se halla desmembrada, con los nervios destrozados en un continuo dolor mordiente, sus pensamientos girando en torno a un final, esperando que este no se acerque, sino que se aleje lo máximo posible. Mientras, el ser se volatiliza en frases inconexas, sin fraseo alguno para poder hilvanar un hilo conductor.
Tirada al suelo, pisoteada, vejada, acercándose a un punto de inflexión irremediable, que marcará un antes y un después en la persona, esta no se reconoce.
En la era de la globalización se produce la aniquilación de todos los sentimientos y pensamientos, en aras de una sociedad emotiva, emocionalmente afectada.
La realidad es que la persona está inmersa en una sociedad fría, pues todo sentimiento, al transformarse en emoción, se puede traducir en frialdad, al ser bombardeada su zona afectiva, sensitiva, como ocurre en la actualidad, por los “mass media”.
Se hace callo en el corazón, el cual duele más que las imágenes o noticias con que quieren forzarnos a ser “sensibles-insensibles”, al acercarnos, tan constantemente, las imágenes de las sufrientes realidades ajenas.
Al ser bombardeada de continuo por los “mass media”, a través de noticias muy emotivas y sensacionalistas, la capacidad de reacción se ve limitada, hasta el punto de que pueda quedar más afectado el ser humano por la muerte de un perro, que por la de otro ser humano.
Cuando nos muestran las imágenes de desgracias ajenas, normalmente pensamos: que injusticia, que vidas truncadas. Por miedo, el siguiente pensamiento deriva en: esto no deseo que me suceda a mí.
Una lágrima, prefigura emoción, retorcemos el rictus en señal de desaprobación, de desilusión, de desagrado, de incredulidad ante lo que se nos muestra: la barbarie que los seres humanos podemos provocar más, el miedo que provoca la cercanía de una muerte nos sobrecoge. No nos engañemos, cabe la posibilidad del: “aléjese de mí esa breva” (miedo al fantasma del contagio); que no sea mi muerte, ni la de un ser querido. Que se aleje esa situación, que no se acerque.
Mientras tanto, la persona duda de ser la figura primigenia y principal de la Creación. Esta, que es potencialmente un ser social, con predisposición a comunicarse, es, a su vez, única, irrepetible y, la principal figura de este mundo; pero, la sociedad o lo que se intenta imponer desde las instituciones que velan por el bienestar común, parece que se han olvidado de esta realidad.
Se intenta que las personas pasemos a ser parte del engranaje social, parte de una cadena de montaje, hecho este, que nos trae al recuerdo una palabra que no gusta nada: “uniformidad” y que, en cambio, es la única posible para reflejar a las personas, en su conjunto, en este momento. Caemos una y otra vez en los mismos atuendos que pensamos, nos diferencian externamente del resto de la comunidad; por imitación muchos utilizan un atuendo similar, con el mismo propósito: ser distintos, originales, pero necesitamos estar dentro de los cánones de la actualidad.
No somos objetos, por lo tanto, no podemos ser tratados como tales. Mientras, el tufillo rancio que desprende la posmodernidad, obliga a repensar la originalidad del ser humano, el cual posee en su interior una inmanencia imposible de destruir. Dicha inmanencia potencial obliga a que uno se pregunte dónde se halla cuando se le reclama que se posicione, única manera de comportarse como tal persona.
>>la parte consciente de la persona, debe ser recuperada, es decir, ordenada<<,
Emerge una nueva figura de persona: “la educanda”, o persona que quiere dejarse “educar”, que reclama su lugar en el mundo. Esta persona está comenzando un proceso, en el cual, va previsualizando los contornos de las fronteras de su continente. Mientras tanto aprende a “ser”. A medida que conocemos nuestros límites, podremos ir realizando y reconociendo lo que sí podemos realizar, lo que nuestro yo contiene. Agazapado bajo las máscaras que la sociedad le sugería, trabaja su interior, con el fin de deshacerse de ellas. Nuestro yo es una potente herramienta para transformar el mundo y encontrar el lugar que pertenece a la persona.
El hogar es el espacio de intimidad donde la persona se encuentra a sí misma; ahí, en ese espacio se enrabieta y busca, a su vez, su descanso, su reencuentro consigo misma. Lugar íntimo y velado para recuperar la fuerza necesaria para continuar en esta vida. El pensar es su razón de ser, de vivir, de entenderse y entender el mundo que la rodea. Queda atrás su formación, la cual ha sido elaborada siguiendo modelos preestablecidos. La formación no busca lo inmanente del sujeto. Su objetivo es la uniformidad.
La persona busca entonces refugio en una “educación”, en puntos reales de apoyo, imperecederos en el tiempo, donde la “razón” hizo “hogar”. Valores inmanentes al ser humano, inmutables a través del paso del tiempo. Dichos valores siempre han estado ahí, mas, es vergonzoso comprobar la ceguera y rapidez con que se pretende “formar” a una persona, sin tener en cuenta su irrepetibilidad. De esta forma se pretende que llegue a ese mundo, artificioso y homogéneo, a base de estereotipos homogeneizadores creados por las propias personas.
Este hecho no permite que aquello que nos es inherente, implícito e intransferible en cada ser humano, en cada persona, sea potenciado y sacado a la luz.
Menciono a Vincente Van Gogh, (30 de marzo de 1853, 29 de julio de 1890). Este no permitió que se le formara, no por ser transgresor, ya que un transgresor es predecible, sino porque en su yo más íntimo, buscaba su razón de existir. La fuerza de su don natural, inmanente, latía con tal coraje en su ser embravecido, que se alejó de todo convencionalismo, de toda formación. Sin saberlo realmente, de esta forma consiguió poder realizar aquello que su interior le pedía: un método para relacionarse con el mundo.
Menciono también a Viktor Frankl, (26 de marzo de 1905, 2 de septiembre de 1997) el cual, se dejó formar. Habiendo estudiado según un plan clásico de formación, adaptado a las diversas áreas de las especialidades que engloba la psiquiatría, conocidas hasta entonces, encuentra al hombre en su humanidad, en un lugar insospechado e inimaginable para él, antes de que la uniformidad hubiese hecho acto de presencia en los años que se fraguó la Segunda Guerra Mundial. El mundo entero fue empujado al límite de sus fuerzas. Él, como judío y como persona, en un campo de concentración.
Una paradoja, pues, donde muchos encontraron los males que los destruyeron como personas y, salió a relucir lo peor de ellos mismos, él y otros muchos, pudieron llegar a encontrar su ser, su razón y “fin último”.
Su formación fue derruida por el nazismo, al igual que la de los judíos que tuvieron que sufrir la misma situación que él. Vilipendiado como ser humano, degradado a ser un número. Lo que parecía que era el aniquilamiento de su persona, permitió salir a la luz, a través del sufrimiento, al ser que busca, al ser que se supera en busca de su realidad, al ser que encuentra el sentido de su vida, desnudo, donde ya no queda nada de valor humano para mostrar.
Viktor Frankl, emerge del nihilismo, para encontrar la razón de su existencia, de su vida; la razón por la cual merece la pena estar en este mundo. No quiere esto decir que no siguiera sufriendo; sino que sabía el “para qué” sufría.
Menciono, por último, al Crucificado, “Jesús Nazareno Rey de los Judíos”, leyenda que figuraba en la parte superior de la cruz donde fue clavado, y que ordenó escribir, cínicamente, la persona que pasó a la historia por su lavatorio de manos, prefigurando el relativismo, Poncio Pilato.
Desde esa cruz, desnudo, con los brazos abiertos, aniquilado como ser humano, un ser humano donde se encarnan todos los posibles sufrimientos, ya sean morales, físicos, psicológicos, existenciales … En Él, la depravación del sufrimiento se está cebando, ( está escrito en presente, ya que sigue sucediendo cuando emitimos una blasfemia contra el Espíritu: cada vez que lo negamos como Hijo de Dios, cada vez que nuestra confianza decae y, “desesperamos” de que suceda lo que suceda entra dentro del “para qué”, de un bien superior ).
Desgarrado, ante nuestros ojos por todos los sufrimientos morales y físicos que puedan ser imaginables. Despreciado por el mundo, sufre la muerte física. Pero, aunque su vida física, tal y como la conocemos en este mundo había sido destruida, Él reaparece en su plenitud, con un Cuerpo Inmortal, en unión con el Creador, demostrando que el camino acaba de comenzar.
Si la persona, abrumada por el caos, derrotada, deja de luchar, cae en manos de la depravación que fomenta el Acusador, de aquello que nos reconcome: nuestras promesas incumplidas, nuestros miedos, nuestras infidelidades a nuestras propias promesas, nuestras miserias que se vuelven para restregarse ante nuestras caras, nuestros rostros mancillados por lo que hemos omitido y que quisiéramos no haber omitido: un silencio que dejamos transcurrir cuando debieramos haber hablado, una palabra dicha fuera de lugar, sin que podamos remediarlo.
Es el momento que, con nuestro ser decrépito, el Acusador aprovechará para la defecación de la depravación: volver a escuchar su letanía de susurros diciéndonos una y otra vez: ¿cómo tendré que demostrarte que nunca llegarás a deshacerte de mí?
Para finalizar, un recuerdo: el cuadro, “La balsa de la Medusa”. Fue pintado por Théodore Géricault (26 de septiembre de 1791, 26 de enero de 1824). Según consta, dicha balsa fue construída apresuradamente por los tripulantes de la fragata de la marina francesa que se denominaba así, cuando encalló frente a la costa de Mauritania.
En el cuadro se puede apreciar a unos hombres fuertes, llenos de vigor. La realidad era que cuando fueron rescatados después de 13 días, estaban hambrientos, deshidratados, sufriendo síntomas de locura. El vigor y su fortaleza se encontraba en su interior. Deseo de vivir.
Israel Durán
Desgarrado, ante nuestros ojos por todos los sufrimientos morales y físicos que puedan ser imaginables. Despreciado por el mundo, sufre la muerte física. Pero, aunque su vida física, tal y como la conocemos en este mundo había sido destruida, Él reaparece en su plenitud, con un Cuerpo Inmortal, en unión con el Creador, demostrando que el camino acaba de comenzar.
Si la persona, abrumada por el caos, derrotada, deja de luchar, cae en manos de la depravación que fomenta el Acusador, de aquello que nos reconcome: nuestras promesas incumplidas, nuestros miedos, nuestras infidelidades a nuestras propias promesas, nuestras miserias que se vuelven para restregarse ante nuestras caras, nuestros rostros mancillados por lo que hemos omitido y que quisiéramos no haber omitido: un silencio que dejamos transcurrir cuando debieramos haber hablado, una palabra dicha fuera de lugar, sin que podamos remediarlo.
Es el momento que, con nuestro ser decrépito, el Acusador aprovechará para la defecación de la depravación: volver a escuchar su letanía de susurros diciéndonos una y otra vez: ¿cómo tendré que demostrarte que nunca llegarás a deshacerte de mí?
Para finalizar, un recuerdo: el cuadro, “La balsa de la Medusa”. Fue pintado por Théodore Géricault (26 de septiembre de 1791, 26 de enero de 1824). Según consta, dicha balsa fue construída apresuradamente por los tripulantes de la fragata de la marina francesa que se denominaba así, cuando encalló frente a la costa de Mauritania.
En el cuadro se puede apreciar a unos hombres fuertes, llenos de vigor. La realidad era que cuando fueron rescatados después de 13 días, estaban hambrientos, deshidratados, sufriendo síntomas de locura. El vigor y su fortaleza se encontraba en su interior. Deseo de vivir.
Israel Durán





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