sábado, 15 de enero de 2022

Besos en la coronilla contra el Covid

El invierno ha comenzado y la pandemia retorna esplendorosa a los medios de comunicación. Volvemos a escuchar el reporte diario de casos, ingresados en hospitales y muertos. Volvemos a surfear diariamente en los datos de la incidencia acumulada y de la presión hospitalaria. Volvemos a contemplar casos particulares dramáticos en nuestras pantallas. Volvemos a escuchar las tertulias de prestigiosos expertos. Por volver, vuelve hasta el uso de la mascarilla en exteriores. Volvemos a tener mucho miedo, a evitar tocarnos, a aislarnos.

En este contexto, a pesar de todo, aún queda espacio para la sorpresa, que a mí me llegó una mañana, tempranito, cuando conducía hacia el trabajo y una famosa periodista de radio dedicaba unas palabras de ánimo a la población, deslizando un hecho que para mí era desconocido: hay personas que saludan a su seres queridos con besos en la coronilla para disminuir el riesgo de contagio por coronavirus.

He visto (y en algún caso me han obligado a hacer) lamentables saludos con los puños, con el codo e incluso con una especie de reverencia mutilada. Pero nunca había oído hablar de besos en la coronilla.

Quiero pensar que eso no se hace por recomendación de ningún experto, pero por desgracia no me resultaría increíble. No en vano hemos escuchado y visto aplicar, en los últimos dos años, recomendaciones expertas (a veces imposiciones) para luchar contra la pandemia y que eran manifiestamente ridículas: afeitarse, limpiar los productos del supermercado, usar guantes por la calle, pulsar interruptores con llaves u otros objetos, limpiarse los zapatos en felpudos con desinfectantes, desinfectar con ozono las superficies y las calles, utilizar mascarillas al aire libre, controles de temperatura aleatorios, pasear en distintas horas según la edad, no cantar (o, si se canta, hacerlo bajito y al final de la reunión), no hablar si se comparte coche o normativizar dónde debe sentarse cada miembro de la familia en la cena de Navidad.

Además de tamañas absurdidades, algunas de las cuales aún se mantienen, cabe también recordar medidas mucho más contundentes y potencialmente dañinas cuya eficacia en la contención de la pandemia es más que dudosa y que han sido y son defendidas con gran ahínco por muchos expertos salubristas. Me refiero, por ejemplo, a la instauración de los pasaportes sanitarios, a la propuesta de vacunación obligatoria, a la vacunación masiva de niños o a los confinamientos generales y estrictos.

Todas estas medidas tienen en común, como se ha dicho, una eficacia dudosa, pero también una voluntad de colonizar la vida cotidiana de las personas, un espíritu autoritario innegable y una apelación a la fe en los expertos y en la Ciencia.

Ya antes de la actual pandemia era evidente el proceso de medicalización de la vida cotidiana y de expropiación de la salud, cuyo cuidado hemos ido delegando acrítica y peligrosamente en la institución médica. A pesar de ser un proceso que viene de lejos, las cotas que estamos alcanzando estos meses rozan el delirio y no sabemos qué consecuencias pueden tener. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Quizá el factor clave sea el miedo. Vivimos mayoritariamente asustados y, por ello, paralizados. La enfermedad y la muerte son experiencias humanas inevitables que intentamos negar y que nos aterran profundamente. Así, el mantenimiento de la salud se ha convertido en el objetivo vital de demasiadas personas, de tal forma que el resto de experiencias humanas deben sometérsele. Pues bien, aquí afirmo, y reconozco que es un posicionamiento vital personal, que la salud no es -o no tiene que ser- lo más importante.

Una buena salud puede ayudarnos a tener una vida mejor, eso es evidente, y de ello intento ser partícipe en mi trabajo como médico. Pero nos equivocamos si olvidamos que, como me enseñó un colega, “la salud es como el dinero, fantástica como abono pero una mierda como cosecha”.

Gracias a los misteriosos vericuetos del pensamiento, al escribir lo anterior me viene a la cabeza la frase del presidente Sánchez hace unos días: “el criterio de la Ciencia debe anteponerse a todo por el bien común”.

Las palabras de Sánchez son asombrosas. Lo son porque insisten en la gran paradoja de nuestro tiempo: la conversión de la Ciencia en Religión. Y lo son también porque inciden en la errónea idea de que lo tecnocientífico está desprovisto de ideología y de que, por esa neutralidad, se le deben someter todos los demás ámbitos de la vida humana.

Nada tienen que decir los propios seres humanos sobre cómo desean vivir su vida individual y también su vida social y comunitaria. La Ciencia, a través de los expertos reconfigurados en sacerdotes y conocedores de la Verdad, sabe lo que es mejor para todos nosotros y por sus normas debemos regirnos por nuestro bien personal y común.

No es sólo que los expertos sepan qué hacer para que obtengamos el bien, sino que saben qué es lo bueno y qué es lo malo. Es esa una cuestión previamente decidida -o revelada- y de la que tampoco tenemos nada que decir. Por eso se torna necesario obligar a todos a seguir sus dictados: para protegernos incluso de nosotros mismos. Se nos pide fe, y con fe nos entregamos. La Ciencia nos salvará.

Es preciso, tal vez, que aclare algo importante: no estoy afirmando que los expertos de cualquier área no deban aportar su conocimiento a la sociedad y trabajar por el bien de todos. Deben hacerlo y debemos tenerles en cuenta. Mi crítica es otra. Es al hecho de que a la población le haya sido expropiada su capacidad para decidir la mejor forma de, individual y comunitariamente, afrontar la propia vida.

Esta expropiación ha sido tristemente espoleada desde los púlpitos de la Salud Pública, que parece haber olvidado algunos de sus elementos fundamentales: que la salud es un concepto amplio, que debe tener en cuenta todos los factores que influyen en ella; que su misión no es obligar e imponer, sino facilitar y proponer; que no debe centrarse únicamente en una enfermedad, que debe tener una visión global y de largo plazo; y, sobre todo, que las personas no son maniquíes, que deben respetarse sus derechos, tradiciones y cosmovisiones.

Es preciso, a mi juicio, que rompan su silencio muchas voces también expertas que, seguro, no están de acuerdo con la deriva autoritaria que ha tomado el salubrismo. Es preciso que se reinstaure el debate científico y también el social, y que luchemos contra la pandemia apelando a la razón y no a la obediencia. Es preciso que se abandonen el dogmatismo y el silenciamiento de las opiniones críticas. Es preciso que recuperemos los lazos sociales y comunitarios, que recuperemos nuestras capacidades para el autocuidado y el apoyo mutuo.

Si no construimos entre todos, nada quedará en pie.

Besos en la coronilla.

Juan Diego Areta Higuera.

2 comentarios:

  1. Sabemos poco de la pandemia, pero gracias a la ciencia se ha frenado, en alguna medida. Velar por los derechos humanos es una responsabilidad de todos los ciudadanos.

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