He visto a mujeres abiertas como rosas sin flor. He visto a mujeres así.
Mujeres sin juicio, que no supieron separar la vida de la muerte. Estancadas, a la deriva. Enfrascadas, detenidas en un tiempo exhausto, gozando de sus soliloquios inexistentes. Muertas en vida y sin ritual. Traslúcidas, fugaces.
Mujeres inacabadas, acariciadas por la guerra del día sí, día no; por la supuesta soberanía de una futura y eterna abundancia, algo vacía y no tan al alcance de la mano; por el desgaste o la explotación, abrazados con tanta naturalidad.
Sumidas en el sudor, el cansancio y la esperanza lejana. Entregando su libertad al cuerpo de alguien, sin importar mucho de quién, con los ojos bien atados. Moradoras de vidas ajenas. Autoras de la nada.
Y he visto a otras mujeres, suaves como el viento, frágiles como una tenue capa de hielo. Que, cuando les llegó la hora, resplandecían como el sol candente en el mar.
Y he visto a hombres solos. Solos pero juntos. Rotos pero en paz.
Desprovistos de aliento. Pero dispuestos a amar, a despedazarse, despertarse a pesar del vacío y del silencio, del enjambre de las voces. Alejados de la ley y del dictado de las jerarquías enjauladas. Celebrando, callados, la verdad, que es una, una y sola. Indivisa. Que sangra, alumbra. Y sana.
Y he visto a otros hombres: encerrados en sus laberintos, empeñados en confundirse con el minotauro o con las paredes. Lentamente perdiendo cada una de sus batallas imaginarias. Desarmados. Consagrados a unos dioses demasiado opacos.
Mujeres, hombres. Dándose los unos a los otros: lo que son, lo que tienen en cada momento. Puzzles de una sola pieza.
Personas navegando en el tiempo. Un peculiar y eterno vaivén de seres deslizándose por la piel de la historia. Sacudidos por el velo de la noche y el temblor del alba. Aferrados al amanecer de los ojos, esa llama siempre viva.
Zuzanna Gawron
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