jueves, 10 de diciembre de 2020

El retorno de Esquilache. Los resabios despóticos de la gestión política de la pandemia


La historia nos ofrece a veces repeticiones de dramas que parecen segundas ediciones, ya sea en clave cómica, como creía Marx, o corregidas y aumentadas en forma trágica, como cuando la enfermedad, la guerra o el hambre campean en un mundo en el que las víctimas son más, aunque sea por mera lógica demográfica.

La historia de Leopoldo di Gregorio, marqués de Squilace, se reedita hoy ante nuestros ojos, aunque no sabríamos decir si es más cómica que más trágica. Dejémosla en tragicómica. El dichoso marqués, hábil y eficiente ministro de Carlos III, que reformó y saneó Madrid, dotándolo por primera vez de cloacas, alumbrado, pavimento y otros avances, no se contentó con esas reformas y para modernizar España -¿nos suena de algo?, ¿cuántas modernizaciones llevamos promovidas desde el poder?-, y quiso hacerlo hasta en el vestuario. Por razones prácticas -higiénicas, de orden público, etc.-, quiso imponer la capa corta y «con sombrero de tres picos o montera», prohibiendo la capa larga y el chambergo, «de forma que de ningún modo vayan embozados ni oculten el rostro», y así lo mandó cumplir bajos penas de multa y cárcel en un decreto de 10 de marzo de 1766 (¡qué ironía, pero nada que ver con un estado de alarma de 12 de marzo de 2020!).

A Esquilache no le faltaba razón ni buena voluntad en sus reformas, sin embargo, su manera de llevarlas a cabo sin contar con la opinión y la voluntad del pueblo se ganó el fracaso merecidamente, tanto más cuanto que la reacción del pueblo, que era víctima de una carestía y una miseria que se paliaban con medidas estéticas -otro paralelismo a tener en cuenta hoy-, se embozó tras un orgullo castizo en defensa de la propia libertad y dignidad.

En los tiempos del coronavirus volvemos a la mascarada y a la imposición descarada de medidas que encubren la ignorancia e impericia de un gobierno al que sobra autoritarismo y le falta ciencia. Esquilache era un déspota ilustrado y con su caída por el famoso motín del 23 al 25 de marzo de 1766 se perdió a un gran administrador, a cambio el pueblo amotinado puso algún límite al despotismo, a quien cantaba: «Yo el gran Leopoldo Primero / Marqués de Esquilache Augusto / rijo la España a mi gusto / y mando en Carlos III. / Hago todo lo que quiero. / Nada consulto ni informo / a capricho hago y reformo. / A los pueblos aniquilo / y el buen Carlos, mi pupilo / dice a todo: “Me conformo”».

Una copla que el pueblo podría cantar con más razón poniendo en lugar de Leopoldo al botarate de Sánchez, al fanfarrón de Iglesias y al indocumentado de Illa, quienes lucen sus resabios despóticos al tiempo que su ilustración brilla por su ausencia. Lo cual explica que lleguen tarde a todo, que desperdicien las ocasiones favorables y que impongan medidas como palos de ciegos.

Para muestra basta el lío de las mascarillas: primero innecesarias, después indispensables, antes de uso discrecional, ahora obligatorio, con una política que es el reverso de la de Esquilache: embozar a todo el mundo, al tiempo que se enmascaran las responsabilidades y su verdadera intención de recaudar un impuesto de lujo (IVA del 21%). Han conseguido tapar la boca a todo el mundo y llenar la calle de embozados sin causa ni razón. No negaremos la utilidad de la mascarilla donde y cuando existe riesgo: espacios cerrados, multitudes apretadas, transporte público, etc. Pero su uso superfluo, únicamente beneficia a algunos negocios privados que ya hacen su agosto, y al gobierno, al que se la acaba de arrancar la máscara. Esquilache no lo habría hecho, porque a su manera amaba al pueblo. Nuestros políticos, al revés, pretenden que el pueblo los ame, sin darse cuenta de que ellos sí se merecen un motín de verdad.

En aquel entonces un pueblo tradicionalista, castizo y pobre tuvo un arranque de dignidad, se le hincharon las narices embozadas, desafiaron al poder con valentía y exigieron la dimisión del poderoso marqués. En su segunda edición, por el contrario, el pueblo está ya modernizado, es progresista, pudiente y habla idiomas y, sin embargo, permite al poder traspasar todas las líneas rojas sin reacción alguna.

Un pueblo con dignidad, en estas condiciones, tiene todos los motivos para amotinarse como entonces, y también, como entonces, para poner como primer punto de sus reclamaciones las dimisiones que sean necesarias y que un gobierno con vergüenza debería haber provocado sin que nadie lo solicite. Y, en segundo lugar, exigir una verdadera dirección experta de la lucha contra la epidemia, por encima de los partidismos y la baja política, verdadero virus que infecta nuestro país sin vacuna a la vista.

Ahora más que nunca: DEMOCRACIA REAL

Luis Ferreiro

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